jueves, 16 de agosto de 2007

El quehacer de la identidad

Seamos concretos, ¿qué nos interesa?: alguna reflexión que nos permita concebir un diseño singular sin caer en estereotipos como la pareja que baila tango, el gauchito, un mate, o las boleadoras.
No habrá fórmulas, pero sí líneas de trabajo para darle alguna sustancialidad a nuestra tarea. Con el término “sustancial” no me refiero a ningún vericueto de la profundidad ni a una pose erudita: “No es lo mismo ser profundo que haberse venido abajo”, decía (dice) María E. Walsh. Simplemente, intento esquivar la superficialidad o –lo que es peor aún- la estupidez solemne. Resultará “sustancial” los pliegues de sentido cuyo develamiento supone cierta sensación de demora. Aquello que en la literatura experimentamos al releer y en el diseño al re-mirar, re-tocar, re-utilizar. Esta acepción de “demora” que sostengo hace mucho la he tomado de Marcelo Percia. Con un criterio similar, el diseñador catalán Miguel Milá señala la sensación de “poso” como indispensable para un diseño en serio. “Poso”, está bien escrito con “ese”. Del diccionario, poso: Sedimento de líquido contenido en una vasija. / Descanso, quietud, reposo. / Lugar para descansar o detenerse.
Si el diseño sirve para algo será para mejorar nuestra relación con los objetos.

Tomaremos algunos ejemplos simples, breves y muy conocidos de la literatura, el fútbol, el tango y el rock:

En Borges, un escritor de las orillas, Beatriz Sarlo sostiene que Jorge L. Borges no hizo literatura sino que inventó una literatura. No haré un análisis literario (no sé, soy un lector más). Pero podemos señalar que la tesis de Sarlo propone que no se trata de un estilo singular sino de una “creación“. Borges “inventa” al orillero como un sujeto del borde, de un lugar que lo podemos pensar como un fuelle, como un entre, entre la ciudad y el desierto. Si lo prefiere: entre cultura y naturaleza. Nadie duda que su obra trasciende sus concepciones políticas e ideológicas. Nadie duda que Borges hizo literatura argentina siendo anglófilo. Borges inventó un relato sobre lo argentino y así forma parte de la literatura argentina. Tenemos aquí la identidad como reinvención.
Cortázar y Saer escriben en “argentino” (tanto en la situaciones narradas como en el estilo) viviendo 40 años en París. Ni Cortázar ni Saer anotan todos los días las palabras y los hechos de actualidad de nuestro país para “hablar en argentino”. Hacen otra cosa: buscan en sí mismos la constitución de su cultura, la construcción de su lenguaje. La identidad es un lenguaje, o más precisamente: la identidad es una lengua.
José Hernández es el caso más sencillo. Se trata de la identidad como tradición.
Vayamos ahora al caso de la AFA: la Asociación del Fútbol Argentino. Bueno, no hay fútbol argentino del mismo modo que no existe el ajedrez argentino y, por lo tanto, su institución se denomina Asociación Argentina de Ajedrez. Las otras asociaciones de fútbol del mundo (salvo alguna excepción que se me escapa) se denominan -por citar un ejemplo- Asociación Brasilera de Fútbol -y no se puede decir que el fútbol brasilero no tiene “identidad”. En nuestro medio se sostiene que “jugar a la argentina” consiste en “hacer la nuestra”: una mezcla de técnica, garra y picardía. Dejemos la técnica y la garra (la última final de la Copa América desmiente este mito). La picardía se asocia con burlar las reglas. La picardía no es una transgresión ni tampoco es una forma de cinismo: es la forma socialmente correcta de la hipocresía. Una regla de tres: la picardía es a la transgresión lo que la corruptela es a la corrupción. Resumiremos este caso de identidad como la necesidad “imperiosa” de reconocimiento del otro (a cualquier “precio”).

Siendo joven (en uno de los tantos y enardecidos debates argentinos) tomé partido por Piazzolla. La cuestión era simple: si el tango es una música “ciudadana” que se caracteriza por su ritmo “dos por cuatro”, la música de Piazzolla era “otra cosa”. En cambio si el tango es una música de Buenos Aires, fue “dos por cuatro” en los años 40 y era (¿sigue siendo?) la de los años 60 y 70. El primer caso corresponde a la visión tradicionalista; el segundo, a la posibilidad de la renovación a través de la resignificación.
Un modo singular de reapropiación ocurrió con el rock nacional que tomó la concepción rupturista básica del rock adaptando sus letras y su música (hasta algunos acordes verdaderamente “canyengues”). Este movimiento sumado al recital como lugar de encuentro (en una época en que el encuentro era sospechoso y sospechado) produjo una estética que se sostuvo como un espacio de resistencia.

Podemos ahora armar un paradigma de las diversas formas identitarias. La identidad como:

Una lengua.
Reinvención.
Tradición.
Necesidad de reconocimiento.
Resignificación.
Reapropiación.
Resistencia.

Se podrá tomar uno cualquiera de estos ejes o la combinación que se prefiera. Hace unos meses que insisto sobre el concepto de "boceto verbal" que ocupa un capítulo de Casos de comunicación y cosas de diseño. Para ser breve (me) cito un par de fragmentos, y listo:

“Fascinados por la ‘cultura de la imagen’ hemos abandonado la noción
de que nuestro pensamiento es un hecho del lenguaje. Cualquier forma
de representación es asimilable en el lenguaje verbal.” (…)
“Pensamos objetos, que son imágenes, que son palabras. Dado que el
diseño es un discurso, un objeto diseñado será un objeto narrado.” (…)
“Algunas veces he asistido al desarrollo de un trabajo proyectual donde
surge una idea-primera. Esa idea original- (inspirada, asociada
inconscientemente, ‘regalada por las musas’; no importa cómo
interpretemos la génesis de su producción) representa para su autor un
alto grado de fidelidad consigo mismo. (…) El relato de la idea genera una
forma material significante. Lo curioso es que ese significante es
abandonado porque resulta “complejo”.
A ese abandono de la complejidad tomando un atajo simplificador lo he
denominado: ‘la infidelidad con el significante’. Dicho de otra manera: un
dibujo sin palabras que lo sustentan es un dibujo insignificante.
Suponer que la complejidad es una complicación es uno de las tantas
coartadas de cierto facilismo intelectual o académico. La complejidad es
centrífuga, la complicación es centrípeta; la complejidad es arborescente,
la complicación es unívoca. La complejidad hace interesante una idea; la
complicación es… chocar siempre con la misma piedra.
Me animo a señalar una estrategia: transformar las complicaciones en
complejidades. Tendremos así nuevos e interesantes relatos, narraciones,
discursos y diseños.”

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